Nos gusta imaginarnos un museo arqueológico como un cofre denso que, como todo cofre esconde en su interior el tesoro que la historia nos ha querido dejar pieza a pieza. No se trata de una historia cualquiera, al menos no sólo de la historia científica de los expertos, ya que esa historia no siempre deja lugar a la imaginación y casi siempre se termina en sí misma. Una mirada caprichosa que depende más de lo que queremos ver que lo que vemos. Por eso, el pequeño cofre, denso y hermético por fuera, ha de ser sugerente y mágico en el interior. El espacio que contiene no puede limitarse a ser un espacio ordenador, ni un juego de arquitectura bella pero distante; ha de ser un lugar capaz de evocar lugares y gentes a partir del pequeño fragmento de cerámica que, más poderosa que la roca, ha logrado sobrevivir para hablarnos de la fragilidad del tiempo.









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